21 de enero de 2013

Crónicas de "Vuelta a Colombia en moto"

Cali, Abril 22 de 2001


Y así fue, decidí consumir de la enorme moral que he tenido para llevar a cabo mi aventura. En 44 horas llegué a Santa Marta, primera meta del paseo. A las 11 pm me estaba contactando con mi socio en la vía que conduce del rodadero a Santa Marta... 

Algunas varadas por gasolina y fallos mecánicos hicieron parte del recorrido. Pasé la zona supuestamente más peligrosa: Puerto Boyacá, no obstante presentir presencia paramilitar, no tuve ningún contacto directo con estos ni mucho menos con guerrilla en general durante todo el viaje. (Corrección actual: No se por qué no lo anoté originalmente, pero en realidad lo que pasó fue que paré justo en Puerto Boyacá, cerca de la gasolinera, para tomar una habitación de camioneros, casi a la media noche; dejé la moto recomendada a un viejito medio dormido, entré a la pieza y mientras me deshacía de mis atavíos sentí un barullo por el pasillo, me asomé disimuladamente por la ventanita y vi gente armada pasar caminando. Al otro día el mismo viejito me confirmó que paramilitares habían preguntado por quien era el forastero. Cuatro horas después, mientras cargó la batería de mi teléfono celular y dormí un poco, salí en medio de la misma solitaria oscuridad a coger carretera de nuevo).
Después de disfrutar del colorido pueblo de Honda, todo el día conduje mi motocicleta; la rectísima interminable troncal de la costa me pasó factura y nuevamente me vi varado al borde de la ardiente carretera, observando pellejos de culebras y el calor ondeando en el horizonte de los potreros resecos, mientras no pasara alguna ayuda. Al final, con la ayuda de una camioneta se pudo salvar la situación y llegar al famoso cruce de Bosconia, para buscar un mecánico que me solucionara el problema del pistón del motor.
Luego de retomar el camino, casi al final del segundo día, con un ojo totalmente irritado por el sol y el polvo, mas unas ganas enormes de llegar, llamé a mi socio el cual se encontraba ya en la playa del rodadero tomando cerveza. Al darle mis coordenadas aproximadas me indicó que ya me encontraba muy cerca y me dio ánimo. Estaba oscureciendo bastante y para mi sorpresa empecé a divisar a través de la escasísima visibilidad de la distancia una “gran montaña” ¡Mierda, si voy a la costa como que una montaña! Me encontraba muy desconcertado pensando que tal vez mi socio no me hubiera entendido bien mi ubicación actual. ¡Pero, como me haya equivocado… montañas solo habría hasta la cordillera oriental, voy a dar a Venezuela! En eso que miraba y miraba, a unos 80 km/hora, un zancudo ácido se me metió en el ojo que me quedaba bueno; como pude frené y en el mismo impulso me lancé sobre la hierba con moto y todo, mandé el casco y las gafas a la mierda y me empeñé en maldecir un buen rato mientras me restregaba la cara.
Triste, pero en una situación irreversible, como pude cogí de nuevo la moto para continuar mi accidentado camino. Empecé a rodear el contorno geográfico ya completamente a oscuras, con la simple luz de mi maltrecho vehículo. Al rato, unos reflejos en serie mientras rodaba por la sinuosa carretera me hicieron empezar a creer que me encontraba cerca del agua. De repente en la esquina de un abismo divisé a Dios (mi socio) detenido en su moto, esperándome para guiarme en la culminación del camino. Me puse detrás suyo para entrar a la ciudad, en lo poco que podía ver, un montón de altos edificios y por ninguna parte agua, sin embargo se sentía el rumor del mar. Él me decía “venga le muestro la playa”, yo le contestaba ¡no, no, no. Yo quiero dormir! Llegamos al espacio donde se suponía debía armar mi carpa, la saqué de la maleta, la tiré sobre la parcela y encima yo… hasta el otro día.
Luego de descansar esa noche sobre el plástico y la tierra, al día siguiente puedo decir que comenzó el paseo relajado. Luego, claro, de vaciar un tarrito de gotas en mis ojos, que compré en la droguería, y después unas gafas oscuras para soportar las inclemencias del sol caribeño. Lo que siguió: Taganga, enyucados, sancocho de pescado, fotos y trencitas. Pasando por no sé qué lugar de Santa Marta, me encontré a una amiga de Cali y resultó que se nos unió al paseo, ahora éramos Esperanza mi gran maleta y yo en la Honda roja 125. Así visitamos un lugar muy hermoso hacia el nororiente de Santa Marta llamado el parque Tayrona, en donde disfrutamos de mucho mar y muchos cocos. Los costos un poco altos eso si, al intentar disfrutar de aquel paisaje. Dejamos las motos parqueadas a la entrada del parque y caminamos 40 deliciosos minutos, parando constantemente para pelar 1, 2, 3, 4, 5… cocos, que nos brindaba la naturaleza fácilmente.
Acampamos robando un espacio en zona de hamacas. Al poquísimo tiempo de llegar a estas playas hermosas y solitarias, ya estábamos hundiendo los pies en la gruesa arena de la cual están compuestas. En esas que nos encontramos extasiados palpando la visual del paradisiaco paisaje, y mi socio saca con la punta del pie un billete de 5.000 pesos del fondo de la arena. Una vez relajados, mientras mi socio con su esposa y la niña se acomodan para retozar en la carpa, Esperanza y yo buscamos asiento en las múltiples e inmensas rocas de más de 3 metros, con el fin de obtener otro tono de color de piel. –Me han dicho que aquí hacen nudismo– dijo Esperanza -¿Si?, bueno. El astro sol se aprovechó de nosotros varias horas.
Al día siguiente de nuevo nos dispusimos a comer muchos cocos en el trayecto de regreso. Esa misma tarde salimos para Cartagena, pasando por ciénaga grande y Barranquilla. En el camino, un costeño demasiado relajado al conducir me dio con la trompa de su carro y me mandó fuera de la carretera. Sin rabias, con él mismo fuimos a buscar un centro de salud en donde sanar un poco las heridas, pero, así ensangrentado me preocupé más por retomar el camino para no perder tiempo. Ya en la noche, un poco magullado y con los codos en carachas de sangre, estábamos arribando a la ciudad amurallada, para recibir el hermoso espectáculo de Cartagena nocturna. No resultó tan fácil encontrar un hotel medio en precio y comodidad, de modo que nos hospedamos en el peor de todos, controlamos un poco nuestros pasos al caminar por los altos pasillos y balcones a punto de romperse, las cucarachas, y pudimos darnos por lo menos un buen baño. Salimos tan horondos después de medio día de caminatas, carreteras y accidente, a buscar el ambiente callejero de “la heroica”. No tardamos en llegar a una placita iluminada de película, en donde un par de cocheros esperaban en sendas Victorias verdes. –¿A cómo? -Preguntó Gustavo –No, nada. Son de la oficina de Turismo. -¡Gratis! –Sí, señor. Cuando nos bajamos, el conductor se quedó muy disgustado, creo que porque fuimos demasiado literales.
Al día siguiente, estuvimos de pie muy temprano pues debíamos despinchar la moto de mi socio, y estar listos en el muelle para abordar la lancha que nos llevaría a Islas del Rosario, el lugar más bonito de Colombia. Nos encontramos con un paisaje de océano, sol y hermosos cayos rodeados de agua cristalina, tal cual una piscina extensa de poca profundidad. Un paraíso que me tenía deslumbrado. Después de chapotear, nadar y casi tocar con la mano pececitos de colores y langostinos, nos esperaba en el restaurante un rico almuerzo con mucho pescado. Después me alejé (no mucho, el islote media 80 m. de un lado a otro) a otra sombra a hilar recuerdos al ritmo y sonidos de las palmeras y la briza.
Habiendo regresado a Cartagena y luego de tomar varias fotos, partimos esa misma noche con destino sur, bordeando la costa. Llegamos a Tolu y Coveñas, no sin antes vararme. Allí, amplias y tranquilas playas nos permitieron bañar un buen rato. Pasadas estas playas y de camino al sur, en el corazón del departamento de Córdoba, fuimos a dar, por recomendación de mi socio Gustavo, al pequeño volcán de lodo de Valencia. No tuvimos muchas intenciones de probarlo.
Avanzada la noche alquilamos un cuarto para los 4 en las afueras de algún pueblo que ya podría ser paisa. Ya en Antioquia, si, nos topamos con la difícil montaña de Puerto Valdivia que, una vez superada, nos permitió una deliciosa y generosa descolgada que nos dejó observar un lindo pueblo dibujado en medio de la cuesta de la montaña, llamado Yarumal. Al final Bello y Medellín dieron la plenitud y serenidad de la carretera, la cual nuevamente se empezara a empinar en Minas, volvía a temer por mi motor.
Más adelante la tan admirada colcha de retazos, el famoso eje cafetero, deleitó mi vista una vez más y en cada curva. En la población de La Pintada fuimos a dormir a un pequeño hospedaje-restaurante. Al día siguiente, muy reposados y con más moral que antes, retomamos la carretera para ir a empalmar con el Valle del Cauca. En Cartago quise rememorar, reactivar un recuerdo, para lo cual entré a buscar una calle que está en mi mente hace 27 años, no obstante, y saber que tanto anduve sobre ella, no la reconocí. Con nostalgia me encaminé de nuevo para alcanzar a mis compañeros que seguían avanzando en el regreso. Tuluá, Palmira y luego mi casa, de la que me alejé tanto, me recibió con agrado. Ya se me estaba olvidando caminar.

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