Esta es una historia que habla de un príncipe y una rana. Si, no es la historia que todos conocemos, esta es una que “me contó un amigo”.
Mi amigo vivía en un reino colindante al del príncipe “Dizque feliz”. Y este príncipe, hermoso príncipe, vivía en su inmenso, magnífico e intenso reino, por eso se le hacia muy entretenido pasar los días llenos de bondadosa felicidad, acompañada de pertinaz soledad, la de siempre, igualmente.
El príncipe “Dizque feliz” se levantó muy tarde una mañana de su gran cama de hierro y delicadas mantas; desayunó generosamente y se vistió de hermosas prendas de algodón, terciopelo y piel, pidió que le prepararan rápidamente su corcel blanco, con el fin de irse a cabalgar por las montañas.
Bajo el espectacular sol de su reino corrió velozmente hacia el infinito horizonte, como quien quiere llegar a otro país, a otro mundo, a otra dimensión. Sin embargo, pronto Él junto a su percherón se encontraron exhaustos y se detuvieron cerca de un bosque donde pudieran encontrar una fuente de agua. El sol se ponía y las sombras de los árboles dibujaban espectros sobre el terreno. Mientras el alazán bebía y el príncipe se arremangaba, en medio de la maleza del humedal y entre el croar de ranas y sapos, el príncipe detectó una voz minúscula que imploraba <<Señor… gran señor>>
Asustado, pero siempre creyente de las mas estrafalarias leyendas, el honorable príncipe afinó su oído: <<Señor… hermoso señor>>
Ahora catapultó la visión hacia el lodazal desde donde, lustrosa de lodo, una rana con unos inmensos ojos azules le hablaba: <<Mi señor… hermosísimo príncipe. Sacadme de este hechizo>> El príncipe, estupefacto y escéptico, observaba sus saltones ojos celestes. <<Seré tu doncella, besadme, extraedme de este horrendo hechizo>>
Al príncipe “Dizque feliz”, si algo le sobraba después de tierras y oro, era orgullo. Y no encontraba lógica en dicho acto; Él creía en la magia y en las leyendas, pero no podría soportar que quien estuviera envuelta en tan inverosímil cuerpo, resultara ser una doncella vieja, fea o sin alcurnia, y se puso de pie dando la espalda al asunto.
La rana una vez más habló y después croó.
El príncipe se quedó mirando la mitad de sol que aun alumbraba y pensó: “No es una plegaria, no es deshonra y además nadie me está observando”. Entonces se giró rápidamente, se acercó, se agachó y tomó a la rana entre sus manos, se la acercó a la boca mientras miraba sus extraños inmensos ojos azules…
En ese momento despertó de su sueño de “sapo”. Había amanecido completamente y la luna iluminaba todo el charco.
Nunca había llegado a ser bello, ni príncipe, ni dueño de unos ojos azules.