Cada cinco minutos sale un dragón estreñido de su cueva. A lado y lado de la gruta, como siempre, unos de pie y otros sentados, pequeños seres insomnes le esperan acostumbrados al típico rumor que le precede y posterior estruendo de su aparición. Cada cinco minutos es un dragón. La leyenda dice que son varias bestias las que allí habitan, que se van turnando para abruptamente salir y dejar su desparpajo.
Yo digo que es el mismo. Yo no estoy absorto en mis pensamientos. Yo no soy tonto. He venido analizando fríamente sus incursiones, sus ruidos, su aspecto y hasta su semblante según la hora.
La gente que le mira vive engañada. Yo estoy convencido de que siempre es la misma bestia. Sus andares poderosos, esas manchas laterales, los ojos amarillentos que anuncian desde el negro fondo del túnel antes de su salida estruendosa, anticipándose con un miedoso vaho de viento, su rugir, su fuerza.
A veces dudo pensando que es distinto, pero es solo cuando sale más embarrado; el lodo le transforma un poco. Sin embargo al dar la cara estrepitosamente como siempre, cada cinco minutos hace algo de lo que esta gente adormecida no se entera. Creo que esta bestia es única y además está enferma. Les voy a explicar porque:
Aparece de repente y, allí mismo a la salida de la caverna, vomita montones de carne humana; al mismo tiempo vuelve y come otro tanto y después se larga.
Para mí que esta bestia es la misma y está gravemente enferma del estomago.
Relato corto participante en el concurso
Ales Gutiérres