14 de noviembre de 2007

LA COMENSAL (Relato www.donjuantenorio.net) - Junio/2007)

Ana era muy buena comiendo.

Sabia hacerlo de una manera muy sensual. Y no precisamente porque los comestibles tuvieran formas fálicas o porque fuese lasciva o sugerente al tomar algún alimento. Sencillamente comía como lo hace cualquier mujer que vaya a un restaurante, sentada comúnmente en una mesa normal, loza y cubiertos a media luz. En absoluto; es mas; Ana era bastante sosa en sus otras actividades cotidianas en cualquier otra ubicación.

Pero a la mesa, Ana se vestía de la mujer más sensual del planeta. Sin importar que vestidos usaba su blusa sería la perfecta en forma y color para la realización de tan espléndido y excitante acto: comer. Sus curvas desconocidas y el color de su piel que hasta ahora no recuerdo no restaban ni aumentaban alguna característica. Sus piernas y pies imperceptibles gracias al infranqueable mantel tampoco quitarían un ápice a tal musa. Tras el ardor de un ambiente de restaurante oriental, bajo el cuadro de una pareja a la mesa durante una comida cotidiana, frente a su mudo e inicuo interlocutor, Ana movía los cubiertos a la perfección. Tomaba el siguiente bocado en el tiempo preciso mientras hablaba al ente que se encontraba en la silla contraria, en un idioma de sílfide por mi escasamente entendido pero percibiendo dulcísimos vocablos.

Su cabello de rizos instado a completarme el indefinible relajante paisaje de manera exacta, con el movimiento y la quietud que precisa una visión sublime.

Comía Ana como nunca vi a una mujer a la mesa, su maquillaje tan simple, su frescura de baño reciente, la piel de su cara tan trigueña y tan lozana mostrando fascinantes tonos a contraluz. Sus ojos lúcidos y brillantes casi transparentes.

Ana tomando cada bocado, llevándome consigo en cada movimiento de sus manos y dedos, trasladándome abruptamente en su mirada de un plato a otro y a su acompañante, y a ningún otro lado. Abstracta en su cápsula, dándole un aire de vida a aquel, a no se quien, a un tipo oscuro, sin rostro, sin movimiento, sin color, sin vida alguna.

Dueña de todo desde su altar, Ana comía tan espléndidamente que yo no me sentía así mismo mas que flotando guiado por el timón de una ilusión.

Trasgredida mi existencia por la suya le veía mover el tenedor y cuchillo; cortar, trinchar y tomar cada bocado con la calma más abrumadora. Luego bebía un poco y pronto temí la sensación de rodar por ese líquido hacia su interior.

Mi paisaje intacto, entonces me seguía dando alas y placer, encanto. Le veía en su figura perfecta de comensal, sin cambios de luz y sin sombras, dentro de una claridad que no me esforzaba la vista de ninguna manera. Yo no me acordé, tal vez nunca supe, si la observé sentado o de pié; si fue un sueño o no, si pasó por mi lado o apareció de repente en el escenario. De pronto mi vista no se quiso retirar de Ana. Apacible, fresca, casi una rubia gitana; la policromía exacta mas tenue y confortable. Sus ojos resplandecientes, fuente de amor, en su cara simple y madura me hipnotizaban.

Y entonces por una ocasión me preguntaba porque yo no existía ni latía, y con rabia repasé cada píxel del cuadro de su cena para encontrar un defecto y desilusionarme soez; pero como un niño, nuevamente mi alma y mirada respiraban en otro paraje solo para tomar aire y regresar fiel a ella, sus rizos, su blusa, su boca, su tenedor y su mesa.

Andrei