7 de julio de 2011

La comensal (I)

Ana era muy buena comiendo. Sabía hacerlo de una manera muy sensual; y no precisamente porque los comestibles tuvieran formas fálicas o porque fuese lasciva o sugerente al tomar algún alimento. Sencillamente comía como lo hace cualquier mujer que vaya a un restaurante, sentada comúnmente en una mesa normal, loza y cubiertos bien puestos y una mediana luz. En absoluto, es más, Ana era bastante sosa en sus otras actividades cotidianas en cualquier otra ubicación, pero a la mesa, ella se vestía de la mujer más sensual del planeta. Sin importar que vestidos usaba su blusa sería la perfecta en forma y color para la realización de tan espléndido y excitante acto: el comer. 

Sus curvas desconocidas y el color de su piel que hasta ahora no recuerdo no restaban ni aumentaban alguna característica. Sus piernas y pies imperceptibles gracias al infranqueable mantel tampoco quitarían un ápice a tal musa. Tras el ardor de un ambiente de restaurante oriental, bajo el cuadro de una pareja a la mesa durante una comida cotidiana, frente a su mudo e inicuo interlocutor y sumando entreluces embellecedoras, Ana movía los cubiertos a la perfección. Tomaba el siguiente bocado en el tiempo preciso mientras hablaba al ente que se encontraba en la silla contraria, en un idioma de sílfide por mi escasamente entendido pero del cual me daba el gusto de percibir tenuemente dulcísimos vocablos.
Su cabello de múltiples e irregulares rizos instado a completarme el indefinible relajante paisaje de manera exacta, con el movimiento y la quietud que precisan una visión sublime.
Comía Ana como nunca vi a una mujer a la mesa; su maquillaje tan simple, su frescura de baño reciente, la piel de su cara tan trigueña y tan lozana mostrando fascinantes tonos a contraluz; sus ojos lúcidos y brillantes, casi cristalinos.

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La comensal (II)

Ana tomando cada bocado, llevándome consigo en cada movimiento de sus manos y dedos, trasladándome alucinado en su mirada de un plato a otro y a su acompañante, y a ningún otro lado. Abstracta en su cápsula, dándole un aire de vida a aquel, a no sé quien, a un tipo oscuro, sin rostro, sin movimiento, sin color, sin vida alguna.
Dueña de todo desde su altar, Ana comía tan espléndidamente que yo no me sentía así mismo más que flotando guiado por el timón de una ilusión alimentaria.
Trasgredida mi existencia por la suya le veía mover el tenedor y cuchillo; cortar, trinchar y tomar cada bocado con la calma más abrumadora. Luego bebía un poco de vino y pronto temí la sensación de rodar por ese negro y hermoso líquido hacia su interior.

La comensal (III)

Mi paisaje intacto, entonces, me seguía dando alas y placer, encanto. Le veía en su figura perfecta de comensal, sin cambios de luz y sin sombras, dentro de una clara belleza que no me esforzaba la vista de ninguna manera. Yo no me acordé, tal vez nunca supe, si la observé sentado o de pié; si fue un sueño o no, si pasó por mi lado o apareció de repente en el escenario; si el camarero me instó en algún momento. De pronto mi vista no se quiso retirar de Ana; apacible, fresca, casi una rubia gitana; la policromía exacta más tenue y confortable. Sus ojos resplandecientes, fuente de amor, en su cara simple y delirante me hipnotizaban.
Y entonces por una ocasión me preguntaba porque yo no existía ni latía, y con rabia repasé cada píxel del cuadro de su cena para encontrar un defecto y desilusionarme soez; pero como un niño, nuevamente, mi alma y mirada respiraban en otro paraje, un segundo, solo para tomar aire y regresar fiel a ella, sus rizos, su blusa, su boca, su tenedor y su mesa.