Ana era muy buena comiendo. Sabía hacerlo de una manera muy sensual; y no precisamente porque los comestibles tuvieran formas fálicas o porque fuese lasciva o sugerente al tomar algún alimento. Sencillamente comía como lo hace cualquier mujer que vaya a un restaurante, sentada comúnmente en una mesa normal, loza y cubiertos bien puestos y una mediana luz. En absoluto, es más, Ana era bastante sosa en sus otras actividades cotidianas en cualquier otra ubicación, pero a la mesa, ella se vestía de la mujer más sensual del planeta. Sin importar que vestidos usaba su blusa sería la perfecta en forma y color para la realización de tan espléndido y excitante acto: el comer.
Sus curvas desconocidas y el color de su piel que hasta ahora no recuerdo no restaban ni aumentaban alguna característica. Sus piernas y pies imperceptibles gracias al infranqueable mantel tampoco quitarían un ápice a tal musa. Tras el ardor de un ambiente de restaurante oriental, bajo el cuadro de una pareja a la mesa durante una comida cotidiana, frente a su mudo e inicuo interlocutor y sumando entreluces embellecedoras, Ana movía los cubiertos a la perfección. Tomaba el siguiente bocado en el tiempo preciso mientras hablaba al ente que se encontraba en la silla contraria, en un idioma de sílfide por mi escasamente entendido pero del cual me daba el gusto de percibir tenuemente dulcísimos vocablos.
Su cabello de múltiples e irregulares rizos instado a completarme el indefinible relajante paisaje de manera exacta, con el movimiento y la quietud que precisan una visión sublime.
Comía Ana como nunca vi a una mujer a la mesa; su maquillaje tan simple, su frescura de baño reciente, la piel de su cara tan trigueña y tan lozana mostrando fascinantes tonos a contraluz; sus ojos lúcidos y brillantes, casi cristalinos.
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