Ana tomando cada bocado, llevándome consigo en cada movimiento de sus manos y dedos, trasladándome alucinado en su mirada de un plato a otro y a su acompañante, y a ningún otro lado. Abstracta en su cápsula, dándole un aire de vida a aquel, a no sé quien, a un tipo oscuro, sin rostro, sin movimiento, sin color, sin vida alguna.
Dueña de todo desde su altar, Ana comía tan espléndidamente que yo no me sentía así mismo más que flotando guiado por el timón de una ilusión alimentaria.
Trasgredida mi existencia por la suya le veía mover el tenedor y cuchillo; cortar, trinchar y tomar cada bocado con la calma más abrumadora. Luego bebía un poco de vino y pronto temí la sensación de rodar por ese negro y hermoso líquido hacia su interior.
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