Mi paisaje intacto, entonces, me seguía dando alas y placer, encanto. Le veía en su figura perfecta de comensal, sin cambios de luz y sin sombras, dentro de una clara belleza que no me esforzaba la vista de ninguna manera. Yo no me acordé, tal vez nunca supe, si la observé sentado o de pié; si fue un sueño o no, si pasó por mi lado o apareció de repente en el escenario; si el camarero me instó en algún momento. De pronto mi vista no se quiso retirar de Ana; apacible, fresca, casi una rubia gitana; la policromía exacta más tenue y confortable. Sus ojos resplandecientes, fuente de amor, en su cara simple y delirante me hipnotizaban.
Y entonces por una ocasión me preguntaba porque yo no existía ni latía, y con rabia repasé cada píxel del cuadro de su cena para encontrar un defecto y desilusionarme soez; pero como un niño, nuevamente, mi alma y mirada respiraban en otro paraje, un segundo, solo para tomar aire y regresar fiel a ella, sus rizos, su blusa, su boca, su tenedor y su mesa.
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