Sonó el clarín de la hipocresía, ella miraba en medio del tesón. Yo salí corriendo para remitirme a la biblioteca virtual de mis argumentos, estaba sentado Cervantes virtual, por supuesto, el bibliotecario, y le pregunté: ¿Dónde están los libros de recetas? Cabe anotar que yo no le conocía, a este hombre, sino me quedo a conversar con él un buen rato, así disipo mi pena de manera inconsciente.
Como decía antes, llegué a este, placido y sereno lugar del pensamiento, con ansias de cocinar un brebaje urgente. En cuanto puse mi rostro al frente de un grupo de libros, la ilusión me la fue levantando hasta perderse, mi vista, en el punto de fuga de las interminables estanterías. El clarín había quedado atrás, por lo menos por el momento, no desaparecería por supuesto, quedaría sellado con mi visita a la estancia de Cervantes virtual. Aluciné, entonces con la trillonada, mínimo, de letras e ideas, y mis manos a medio levantar conformaban el congelamiento de un espectro, aun más hambriento; o de una foto que daba pena. Sin embargo yo no me enteraba de tan disimiles comparaciones sino reflexiones, yo estaba contenido en ese cuerpo lastimero, yo estaba preso, yo no podía salir.
Frente a mí, leyendas de hombrecitos como yo o como los Cervantes, el virtual y el real, desfilaban vacuas, casi mitos de la existencia de la humanidad. Todo sea que la humanidad entera somos una masa de pequeños seres virtuales queriendo darle fama en unísono a pequeñas realidades.
Salí de la biblioteca indemne, sin acoso intelectual ni recetas especiales, marché sintiéndome nadie y todo, con la diferencia que en mi mano llevaba, el lápiz que le robé a Cervantes y un papel con una nota que titulaba: Relato.
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