Avelina
Avelina tomó el tranvía que cruzaba Ohio de norte a sur. Una gran ciudad, siempre pensó ella; aun le atraía lo pintoresco del anticuado pero útil vehiculo de transporte. En su ciudad de origen no se usaba el tranvía, estando en una ciudad grande le parecía anticuado, pero aquí en los Estados Unidos lo usaba por ser económico y además sus rutas eran bastante concordantes con su recorrido diario. Avelina adoptó su nombre porque recién llegó a la región la primera familia con quien hizo amistad fueron unos colombianos, y como era de esperarse, ni americanos ni mucho menos colombianos podían vocalizar bien su nombre oriental. Una vez ella leyó en un diario latino una noticia que contenía el nombre de una mujer el cual le agradó mucho. Le preguntó a su amigo Pedro Valladares sobre la pronunciación y le encantó la sonoridad de dicho nombre, de modo que hizo que en adelante le llamasen Avelina. He de aclarar que ella conocía el idioma nativo de su nuevo lugar de residencia, el inglés, y que en todo caso con la familia colombiana, quien le acogió con gran interés se expresó siempre en este idioma, aunque hubiese optado por un nombre latino.
Una tarde de domingo, mientras Avelina bebía un te con los colombianos, quienes tomaban café con leche y pan con mantequilla, empezaron a hablar de su llegada a los Estados Unidos. Pedro vivía desde los 12 años en tierras americanas y a pesar de que al principio su extremo nacionalismo colombiano complicó las posibilidades del arraigo en América, finalmente ha dejado pasar 26 años de su vida; se relacionó con una puertorriqueña cuando residía en La Florida con la cual tuvo 3 niños y ahora, habiendo reagrupado a su madre que trajo desde Colombia, y pagando una gran casa, no quedaban razones de peso para retornar. Sin embargo cada año al acercarse la navidad volvía a prometer que regresaría a Colombia. Sus hijos y su mujer se sentían plenamente tranquilos en “el país de las oportunidades” y no querían arriesgarse a vivir en un país subdesarrollado y peligroso. De eso conversaron y también de la vida de Avelina, quien de su parte contó que solo había venido a estudiar inglés. Explicaba que para la carrera de turismo que había terminado en Tokio le resultaba muy ventajoso obtener un titulo en lenguas anglosajonas avanzado de cara a puestos administrativos en su país. Había estudiado historia japonesa y se sabía muy conocedora de la trascendencia de la ciudad de sus difuntos abuelos, Hiroshima, donde deseaba trabajar de guía turística. El ímpetu por viajar a USA la había hecho aceptar un trabajo cuidando un anciano que, casualmente, hablaba poco, y con el cual pasaría gran parte de su tiempo. El señor Paúl mantenía con ella conversaciones poco lucidas y además repetitivas.
Avelina se explicaba entre risas, pero muy introvertida, y decía estar tranquila pues creía que ya encontraría otro trabajo más acorde. En la noche alternaba con un postgrado en lenguas anglosajonas y repasaba sus apuntes de día, cuando don Paúl dormía. La pasaba muy bien con la familia colombiana los momentos que podía, e intentaba asistir a todas las actividades que la invitaran, escuchaba con ellos música salsa y jugaba con los niños en la piscina. Era una chica tímida y no practicaba ninguna actividad lúdica o recreativa, lo cual les sobraba a los colombianos.
Un día Avelina llamó por teléfono a la casa de los Valladares. Contestó la mujer de Pedro, a quien Avelina entre lágrimas le contó que su patrón había fallecido al medio día. Esta le ofreció su desinteresado apoyo y le dijo que fuera a comer con ellos, de esa manera se entretendría un poco. Avelina asistió al funeral de su jefe pero para el entierro extrañamente los hijos de don Paúl le dijeron que se tomara el día libre, y que ya la llamarían. Avelina se fue a casa de los Valladares, pasó la tarde y finalmente se quedó a dormir. Al día siguiente asistió a la casa del difunto en donde estaba su hija esperándola. Avelina le pidió por favor que le dejara entrar por última vez al dormitorio de don Paúl. Subió, entró a la habitación, lo observó todo a su alrededor con melancolía y lentamente se dirigió hacia los antiguos retratos de la pared. Aparecía el señor Paúl posando al lado de su avión junto con otros militares. Avelina se sentía sensible por el fallecimiento pero además orgullosa de haber sido la cuidadora de un piloto, al parecer, famoso. Se acercó más atraída por una foto en donde se le veía muy joven y atractivo al lado de su gran avión y con otros militares. En la parte de abajo firmaba él: Paúl Tibbets, 9 de agosto de 1945. Algo le sonaba muy familiar. Un impulso inesperado le llevó a tomar el retrato y metérselo entre la chaqueta, quería tenerlo de recuerdo.
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